Era
la nueva temporada en el curro de verano, él llegó como fruta
fresca a trabajar en un puesto al lado del mío y todos los días
hablábamos un poco, bromeábamos y tonteábamos, yo iba a saco, él
me seguía el rollo y se dejaba seducir, a mí me poseía la rabalera
que llevo dentro y le soltaba una sarta de comentarios que harían
sonrojar al mismísimo Marqués de Sade.
Aquel
chico me ponía mucho, muchísimo. Era un niñato, eso se le veía a
lenguas, era el típico jipi-modernillo que viajaba por Asia y
Sudamérica en busca de cocoteros mientras tocaba el didgeridoo. Era
bastante guapo; moreno, con una media melena hasta los hombros, unas
pocas rastas colgando entre los mechones de su pelo, una tobillera de macramé y un cuerpazo esculpido a base
de yoga, comida sana y equilibrismos varios. Era todo lo que un alma
aventurera podría desear. Además tenía una bonita sonrisa y los
ojos se le achinaban graciosamente cuando reía a carcajadas.
Recuerdo que ya lo fiché nada más verlo; estaba yo en el césped
del parque con mis amigos los jipis a los que yo llamaba
cariñosamente “la banda trapera del lago” y él era el recién
llegado, en un momento dado se puso a hacer volteretas y en una de
esas su camiseta se bajó y dejó entrever aquel cuerpazo serrano.
Iba marcadito el niño, iba provocando. Para completar el pack del
perroflaútico, era fumeta, le molaba el rap, el reggae, el
drum & bass y llevaba gorra para atrás. Aunque su estilo de “rey
del flow” me daba un poco de grima, definitivamente concreté
que este niñato me ponía más que el peyote. Pero tenía un
problema. Era gilipollas, pero gilipollas-gilipollas. Iba de free
soul pero si podía te la intentaba colar con un rollo de
chulo-bohemio que ni él se aguantaba, pero a mí me parecía
gracioso, que se le va a hacer...
Al
trabajar con él codo con codo, tenía la gran suerte de verlo todos
los días. El mono de vendedor le apretaba el culito y aquellas
posaderas parecían una manzana madura a la que daban ganas de
pegarle un buen bocado. En las idas y venidas a lo largo del día me cercioraba de que nuestros caminos se cruzasen, yo atacaba a la
yugular, sin miramiento, sacando toda la artillería pesada,
haciéndole la pesca y arrastre, follándomelo en cada frase,
violándolo con la mirada... él me seguía las coñas y se partía
la caja con mis ocurrencias (no era para menos, estaba yo en plan
“festival del humor”), yo le alegraba los oídos y él a mí la
vista. Era un toma y daca. Pero para mí no era suficiente, yo
quería más, más, ¡MÁS! quería ver como esas posaderas me
cabalgaban como una jamelga mientras yo las agarraba con ambas manos.
Por
fin se presentó la oportunidad de recoger los frutos de tanta
siembra y esfuerzo que me había costado tal placaje de cortejo. En
una fiesta a la que fuimos toda la cuadrilla a pasarlo guay, todos
muy ebrios, desde el primer momento él y yo estábamos enganchados el uno con
el otro soltando chorradas y gilipolleces varias. Yo me inventaba las
mil y una ocurrencias para llevármelo a la cama ya no sabía que
más decirle para follármelo, le había dicho de todo en todos los
idiomas posibles, estaba sacando ya los tanques y bombardeando con
cazas ¿qué coño más le tenía que decir para tirármelo? A veces
yo me piraba pasando de su cara porque no veía resultados a tanto
gasto de saliva e insinuaciones y era entonces cuando él venía a
por más y juguetón me tocaba la barbilla mientras me decía que
tenía más peligro que una caja de bombas (dime algo que no sepa,
moreno). Acabando ya la noche pensaba que lo tenía a punto de
caramelo y el muy hijo de la grandísima puta me dio calabazas con
una excusa barata. Lo hubiera matado. Toda la noche calentándome las
bragas para dejarme ir a pajeárme sola a casa. ¿De qué coño iba?
Pero
lo que él no sabía era que, además, me había jodido por partida
doble. Resulta que trabajar en ese sitio la temporada de verano era
muy fructífero, y cada cierto tiempo también se pasaba por mi
puesto un italiano de enormes ojos azules y calvo como una bombilla,
que casualmente era el hermano mayor del Efebo Egipcio (juro que
todos los hermanos de esa familia están para violarlos todos) con el que
tonteaba a veces también y al que le comenté el garito donde íbamos
a ir todos después del trabajo. Así que el italiano se presentó
esa misma noche buscando carnaza, pero como yo creía tenerlo hecho
con el “calienta-bragas” (tonta de mi) pues no le di ni bola al
espagueti y acabó comiéndose la boca con otra tía (italiana
también, muy maja por cierto)
Así
que de tener a dos posibles machos para la cópula me quedé en cero
patatero. Eso me pasa por avariciosa.
Para
joderme más la marrana (y hacer triplete de desgracias) el fin de
semana siguiente encontré al Calienta-Bragas comiéndole la boca a
la tía que más aborrecía por aquella época. La Come-Babas. Mira
que no me suele caer mal casi nadie, pero es que a esa pava no la
tragaba. Joder. ¿No habían más mujeres por los alrededores que
tenía que liarse con mi archienemiga? La Come-Babas era una pava
que ya me la había jugado un par de veces, tenía los mismos gustos
que yo para los hombres, la muy zorra, y también tenía la manía de
comerse mis babas; le tiraba cacho a quien a mí me gustaba, se
trincaba al que yo le había puesto el ojo (y el coño) encima. Ese
era su deporte, no sé qué cojones le pasaba conmigo a esa tía. Así
que podéis imaginaros mi reacción cuando vi al objeto de mis más
profundas corridas en los morros de una tiparraca como esa. Fue como una patada en el coño.
Salí
con cara de asco-pena del garito y me juré no volver a acercarme a
semejante bicho que me chuleaba y luego se iba con la zarrapastrosa
de la loca aquella. El calienta-coños se había acabado para mí. Al
menos en apariencia. Porque no podía evitar desearlo y odiarlo en
secreto.
PUES ÉL SE LO PIERDE.
ResponderEliminarUN BESAZO VENEXXA!!!
ajajajajajajajajajaja me meo con tus historias!!! Tienes una fiel lectora aquí ;) un besazo!
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